Relato para vísperas de Difuntos (Halloween, Samaín...)
NOCHE DE TEMPORAL
Teresa Cameselle
Cuando la noche dobla al día y la naturaleza parece querer imitar a la muerte, en esas eternas tardes de invierno de furiosos temporales en que la naturaleza nos convierte en juguetes maltratados por un niño caprichoso, en nuestra pequeña aldea de pescadores solo nos quedaba encerrarnos en nuestro hogar, la puerta atrancada con un pesado madero y las contraventanas aseguradas contra el viento. La lluvia y el granizo por momentos repiqueteando en el tejado y ráfagas de aire salobre y helado atravesando la pequeña casa, colándose por las más diminutas rendijas. En una de esas terribles tardes–noche, cuando ni los lobos saldrían de su guarida para buscarse el sustento, sonaron repentinamente fuertes golpes en la puerta.
–Solo el demonio saldría con este tiempo –murmuró el abuelo sin dejar de mirar el fuego en el hogar que chispeaba convirtiendo en vapor las gotas que se colaban por el tiro. Los niños palidecieron y mi mujer me miró dubitativa.
–Será alguien de la tripulación –supuse sin convicción, levantándome del tosco banco en el que estaba sentado, reparando las redes–. Están preocupados, llevamos días sin poder salir a pescar –no pudo dar un paso hacia la puerta, sus miradas espantadas me detuvieron al instante.
–Nada que no pueda esperar a mañana, con la luz del día.
–Pero mujer, y si es otra cosa, un accidente, un herido...
–Tu no eres médico.
–No abras papá –suplicó el pequeño, abrazándose a su hermana–. No dejes entrar al demonio.
Un leño estalló en la chimenea sobresaltándonos. Durante unos instantes se hizo un silencio casi total en la habitación, solo interrumpido por los furiosos embates del viento cargado de granizo contra las frágiles paredes de la casa. El abuelo y sus malditas supersticiones. Volví a sentarme para retomar la labor, dirigiendo una mirada tranquilizadora a los niños.
–Prepararé la cena– anunció mi mujer con ronca voz, envolviéndose en el viejo mantón negro de lana, la luz de las velas arrancaba destellos de plata a su cabello, antes oscuro como noche sin luna. Observé su espalda ligeramente encorvada, sus manos arrugadas por el interminable trabajo diario, la casa, los hijos, la pesca, las redes. Dura es la vida de un marinero, sí, pero más dura aún es la de la esposa que aguarda en la orilla, gastada la vista de tanto otear el horizonte.
La observamos revolver una gran olla de sopa, en silencio, aguardando. Los golpes en la puerta se repitieron más insistentes, como urgiéndonos a contestar. El pequeño estalló en llanto y mi mujer dejó caer la tapa que sostenía, quemándose con ella al tratar de evitar que llegar al suelo. Con una mirada hice callar al viejo, que aún así rezongó palabras incomprensibles mientras continuaba trabajando en las redes.
–Preguntaré quien es.
–No te oirá con el temporal, ni tu oirías su respuesta si es que la da.
–Pero si es alguien de la aldea sabrá que estamos en casa, ¿qué vamos a decir mañana si nos preguntan?
–Diremos que no oímos nada con el sonido del viento, además nos acostamos muy temprano. Nadie aquí ha oído nada –y miró a los niños que asintieron asustados, el abuelo no había vuelto a decir una palabra.
Cenamos con poco apetito, mirando con recelo la puerta a cada nueva acometida del viento que parecía empeorar con el avance de las horas. Muchas noches de temporal había pasado en mi vida, pero no recordaba una tan aterradora. Había momentos en que llegué a pensar que la casa sería arrancada de sus cimientos y arrojada al cercano acantilado, donde el mar nos engulliría en sus negras profundidades.
A ratos, mezclado con el golpeteo de la lluvia y los crujidos del tejado, me parecía escuchar como si estuvieran arañando la puerta, rasgándola con un cuchillo afilado, un sonido espantoso que me hacía chirriar los dientes y levantarme desesperado a caminar por la estancia, sintiéndome como un animal acorralado; como pudiera sentirse, de tener conciencia, el cebo que utilizamos como carnaza para pescar.
Pasé la noche más larga de mi vida, con la tormenta empeorando por momentos y sin poder apenas dormir, sobresaltado una y otra vez por los truenos y la convicción de que alguien estaba al otro lado de la puerta, esperándome. Quién era y qué buscaba eran razonamientos que se me escapaban, por más que no podía preguntarme otra cosa mientras las horas se deslizaban en lenta tortura hacia el amanecer.
Amaneció un día gris, pero al menos el temporal se había calmado. Con inevitable aprensión comprobé que la puerta continuaba fuertemente cerrada y que nada había cambiado dentro de la casa, respiré hondo antes de decidirme a salir de ella. Un estremecimiento me recorrió al abrir al puerta, parpadeé ante la luz matinal, mirando a mi alrededor sin saber bien qué buscaba. Afuera no había nadie y la lluvia incesante había borrado del barro del camino cualquier huella que pudiera haber quedado del misterioso visitante nocturno. Respiré hondo y comencé a abrir las contraventanas para que la luz y el aire puro entrasen en la casa, borrando los restos de nuestra pesadilla nocturna.
Al poco oí una voz que me llamaba, un vecino se acercó presuroso para informarme de que había desaparecido un hombre de la aldea y pedirme ayuda para buscarle.
–Una semana sin poder salir al mar, patrón, y ahora esto...
Salimos en grupo los pocos hombres adultos de la aldea y rodeamos el pequeño y penoso cúmulo de casas en que vivíamos, decidiendo si continuar hacia el mar o hacia el bosque. No nos dio tiempo, alguien dio un grito y corrimos hasta el borde del acantilado desde donde pudimos ver un cuerpo sobre la arena de la playa. Bajamos por el tortuoso, estrecho sendero que lleva hasta la orilla del mar y allí reconocimos al desdichado, su rostro y sus ropas cubiertas de algas y arena. Presentaba unos largos y profundos cortes en el cuello y en el pecho, alguien nombró a los lobos y todos asentimos, por más que nadie había visto un lobo jamás a la orilla del mar, y aún cuando todos dudáramos de que aquellos largos cortes los pudiera haber hecho ningún animal, por mucho que poseyera afilados y poderosos colmillos.
Envolvimos el cadáver en un abrigo y lo llevamos a la viuda, que lloraba desconsoladamente, murmurando palabras sin sentido.
–Le dije que no abriera, patrón –comprendí que repetía–, ninguna criatura de Dios saldría en una noche así.
–¿Llamaron a la puerta? –le pregunté– ¿Quién era?
–Ni siquiera lo vi. Me metí con los niños en la cocina, no salimos hasta que la puerta volvió a cerrarse. Entonces supimos que se lo había llevado –la mujer suspiró, conteniendo un sollozo–. La casa apestaba a salitre –añadió–, pareciera que la marea hubiese inundado la aldea.
No quise oír más, los hombres se me acercaban con preguntas, con ruegos, los ignoré a todos mientras caminaba hacia mi casa. El aire seguía siendo salado, demasiado salado incluso para nuestra aldea, colgada de un acantilado, a veinte metros sobre el nivel del mar. Me pregunté a qué sabría el agua que cubría de charcos el estrecho camino embarrado, pero en el fondo conocía la respuesta, el mismo sabor que cuando una ola nos golpea sobre cubierta, cuarteándonos la piel, abriendo sangrientos surcos en nuestros labios.
Cuando llegué ante la puerta me detuve, contemplándola como si nunca la hubiera visto antes, luego pasé mis dedos por sobre los profundos cortes que había en la madera y recordé las terribles heridas en el cuerpo del difunto.
Soy el patrón, de mi depende no solo mi familia, sino todas las humildes gentes de nuestra pobre aldea. Son mi responsabilidad, mi carga, yo decido cuándo se sale al mar, a qué bancos dirigirnos, cuándo se regresa. El mar es nuestra bendición, nuestro alimento, nuestra vida y al mismo tiempo nuestro enemigo con el que luchamos en dura batalla cada jornada.
Es a mi a quien quiere, comprendí. Y quién sabe si volverá cualquier otra noche de temporal, cuando el mar furioso rompe contra el acantilado y parece estar exigiendo algo en pago por la vida que arrebatamos a diario de sus entrañas.
Comentarios
Lo he dicho siempre, los relatos de miedo se te dan "de miedo", Teresa.
Feliz Halloween
Un saludo y Feliz Samain.
Muuuy bueno, bico asustado, natalí
Es genial.
Besitos
Es verdad que da miedoooooo :D
Besos
Natália, me esperaba que tú al menos reconocieras el paisaje, una aldea pequeña, colgado de un acantilado, sólo me faltó poner su famosísima Iglesia.
Besos
Hola Teresa.
Acabo de tener la fortuna de conocer tu blog y... aquí me tienes. Me quedo con tu permiso.
Me gusta escribir y leer relatos. En tu blog hay un verdadero tesoro que voy a paladear con mucho gusto. El que acabo de leer es estupendo. Me gusta la forma en que enfocas los sucesos que narras y me gusta tu estilo.
Iré leyendo poco a poco y con gran placer todo tu blog, y desde luego, tus novelas las añado desde ahora mismo a mi lista de lectura.
Un saludo muy cordial.
Hasta pronto.
Maravilloso tu relato
Un beso de Mar
Hola, Adelaida, encantada de conocerte y gracias por tus palabras. Estás en tu casa.
Gracias, Mar, eso trataba de transmitir y me satisface saber que lo he logrado.
Besos.
Besos